Isaiah Thomas, el corazón más grande del parqué

Mide mucho menos que la mayoría de los que juegan en su posición, entró por la ventana a la NBA y encontró en Boston su casa deportiva. Sin embargo, la muerte de un familiar lo marcó tanto dentro como fuera de la cancha.

Nadie mide el alma en centímetros. Sin embargo, si hubiera que hacerlo, hay un nombre que, sin dudas, le saca mucha ventaja al resto. Isaiah Thomas tiene una estatura de 1,75 metros, pero en una liga de gigantes, supo crecer más que todos. De esas historias que conmueven, que llegan hasta lo más profundo de sí. Base eléctrico, explosivo, imprevisible. En Boston, su camiseta número 4 se convirtió en bandera de resistencia y emoción. Llegó a los Celtics en 2015 y, en apenas dos años, se transformó en ídolo: un jugador que rompió el molde, que demostró que la altura no define a un competidor, sino la intensidad con la que respira cada posesión.

Su historia empezó mucho antes, en Tacoma, Washington, un 7 de febrero de 1989. Hijo de un padre fanático de los Lakers que lo llamó “Isaiah” por una apuesta perdida: si los Pistons le ganaban las Finales del 89 a los angelinos, debía ponerle así en honor a Isiah Thomas, point guard histórico de los de Detroit. Ironías del destino: aquel niño creció para ser un “Celtic” hasta la médula. En la Universidad de Washington, fue un volcán: líder, goleador y dueño de un carácter que siempre pareció sobrarle para su tamaño.

El draft de 2011 lo vio caer al último puesto, el número 60. Último. Nadie apostaba por él, pero él apostó por sí mismo. Llegó a Sacramento, pasó por Phoenix, y en cada parada dejó un recuerdo de rebeldía. En Boston encontró su casa: Brad Stevens le dio confianza, la ciudad le dio amor y él devolvió todo con una temporada mágica en 2016-17. Promedió casi 29 puntos por juego, fue All-Star, y se convirtió en “King in the Fourth”, o sea, el rey del último cuarto.

Esa temporada lo definió. Jugó partidos memorables, pero también los más dolorosos. La muerte de su hermana Chyna, en un accidente automovilístico, ocurrió en plena primera ronda de Playoffs. Isaiah lloró, se quebró, pero salió igual a la cancha. Marcó 33 puntos ante Chicago con los ojos húmedos y el alma abierta. Días después, en su cumpleaños, le metió 53 puntos a Washington, la mejor noche de su vida y quizás la más triste. Boston entera lo abrazó.

Después vino el golpe más cruel: una lesión en la cadera lo sacó del mapa. Boston lo traspasó a Cleveland en un movimiento que todavía duele en la memoria verde. Thomas pasó por los Cavs, los Lakers, los Nuggets, los Wizards y los Hornets, sin volver a ser el mismo. Su cuerpo ya no respondía, pero su fuego interno nunca se apagó. Lo intentó una y otra vez, aferrado a la idea de que su historia aún no estaba escrita del todo.

En tiempos de contratos millonarios y carreras fugaces, Thomas se volvió un símbolo del esfuerzo, del tipo que se levanta aunque el piso queme. “No me dieron nada, lo gané todo”, repite. Y es verdad. De último en el draft a MVP candidato, de subestimado a superestrella. Su camino no fue recto ni cómodo, pero sí auténtico. En un mundo que premia lo físico, él recordó que la grandeza también se mide en corazón.

Hoy sigue entrenando, buscando una última oportunidad en la NBA o en cualquier rincón donde pueda volver a sentirse jugador. Lo hace sin rencor, con gratitud. Porque Thomas no fue un meteorito: fue un fuego que todavía arde, aunque más bajo, aunque en silencio. Boston nunca olvidará cómo un hombre de 1,75 m se agigantó hasta tocar el cielo del TD Garden.

Thomas no fue el mejor base de su generación. Pero fue, sin dudas, el más humano. Cada canasta suya parecía una declaración de orgullo. Cada lágrima, una confesión de amor por el juego. En la memoria del básquet quedará como lo que fue: el más pequeño de todos, y sin embargo, el más grande cuando las luces se apagaban y el reloj marcaba destino.

Dante Di Rocco, 2° B, turno mañana