Por: Matías Sartori
Detrás de aquellas escaleras de mármol se escondían los sueños. ‘Rodríguez Peña’ rezaba el cartelito de la esquina. Entramos por primera vez, allá por el 2005, obligado por un grupo de amigos que tenían claro que querían ser periodistas deportivos. Me aventuré, sin imaginar la magia de este mundo. Una invitación de un amigo, una jornada de puertas abiertas y una matrícula de inscripción que presagiaba una aventura fantástica.
Los madrugones en el barrio de Wilde se transformaron en peregrinaciones diarias recorriendo la casa de mis vecinos y amigos, Ger y Fer, antes de aterrizar en la parada del bondi. Me tocaba iniciar la procesión tocando el primer timbre -que muchas veces servía par despertar al primer visitante-, secuestrarlo con el mate cocido aún en su boca para golpear la puerta del segundo estudiante a escasos metros de la casa del primero. Y en esos viajes desde zona Sur hasta Congreso, comenzaron a labrarse los sueños de aquellos ingenuos pibes.
‘¿Te imaginás cubrir un Mundial o unos Juegos Olímpicos?’, nos decía el cuarto amigo, Maxi, en vísperas de la Copa del Mundo de Alemania 2006. Junto a ellos tres, desde la secundaria fuimos cómplices de tardes de paseo por el barrio o noches de cervezas en Quilmes. Con la ‘madurez’ que supone la adolescencia, canalizamos nuestros deseos en una diversión mayor: jugar a ser periodistas.
Fui ‘diseñador’ de tapas de diarios -estilo Olé- comentando los amistosos de la escuela y, posteriormente, me animé a conducir un programa de radio en FM Wilde y dirigir unos años una humilde revista de carácter religioso. Y los sueños, mientras transcurría ese paréntesis de tres años de carrera, crecieron.
El último semestre como estudiante, el rector del Círculo de Periodistas Deportivos me sentó en su despacho. Posiblemente, es el primer momento más esperado para cualquier estudiante. Ya sabía el motivo de mi reunión porque a dos de mis secuaces, Fer y Ger, les tocó meses antes vivir esa esperada y emocionante invitación. “Tenemos una plaza vacante para hacer una pasantía en un canal de TV y, por tu promedio, sos el próximo candidato”. La felicidad era tan inmensa como efímera. En contra de mi voluntad, decliné la oferta porque a finales de ese año 2008, viajaba a Valencia a conocer España y Europa. Y, aunque regresaba tres meses después para iniciar la Licenciatura en Periodismo, mi incorporación a ese canal de televisión tendría que ser inmediata. Bajé de su despacho y con un pebete de jamón y queso en la mano, miré por la televisión la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Beijing. Inevitable fueron las lágrimas al sentir que había renunciado a una oportunidad que, de alguna forma, me acercaba a mi sueño de ser periodista.
Imaginé en mi cabeza los partidos del Metropolitano, el torneo nacional de rugby o de hockey recorriendo todos los rincones de Buenos Aires como hacían mis amigos y otros compañeros que sí aceptaron sus respectivas ofertas. Me recibí, agarré una valija llena de sueños y me fui a Valencia de vacaciones.
Pasaron más de 12 años de ese momento. Los caprichos del destino escribieron nuevas páginas en el guion de mi vida. Un guion como jamás hubiera sospechado. Inmigrar con 21 años, empezar de cero sin la familia y amigos, luchar por una residencia en otro continente y atravesar otra crisis económica que nos obligó a trabajar de cualquier cosa.
Pero el sueño que comenzó a gestarse en los asientos del 98, me perseguía. Y comencé a escribir en diarios, participar en tertulias, trabajar en radios y televisiones -muchas de manera gratuita- mientras compaginaba mi tiempo dando clases de guitarra, trabajando como mesero en algún restaurante y repartiendo tarjetitas en un pub por la noche. Con el pan asegurado, el sueño periodístico se fue regando con pequeñas gotas de agua. Y cuando las cosas se cocinan a fuego lento, dicen que tienen mejor sabor.
El 23 de julio de 2021, subí las escaleras del Estadio Olímpico de Tokio con mi acreditación de periodista en el pecho. En la mochila no tenía un pebete de jamón y queso, sino un triangulito de arroz con salmón que me regaló un amigo en el hotel. La inmensidad del estadio me hizo diminuto. De pronto, desde las ventanas de un edificio cercano al estadio, una familia japonesa levantó unos carteles de bienvenida, acompañado de globos y saludos exagerados a la distancia. Unos carteles que me hicieron recordar aquel otro que, hace media vida atrás, me dio la bienvenida a las escaleras de mármol de esa escuela ubicada en la calle Rodríguez Peña.
Y con la ilusión de aquel pibe que acudió a la jornada de puertas abiertas, accedí al estadio. En esta oportunidad, la ceremonia de apertura la pude disfrutar en directo. Años mirando ese momento glorioso desde la televisión me hicieron visualizar, en más de una ocasión, que algún día estaría ahí.
El camino fue largo y duro. Como cualquier cosa que se presenta en esta vida que vale la pena. Para mi sorpresa, durante estos Juegos Olímpicos, coincidí con mi amigo, vecino y compañero de la carrera, Germán Cruz. Aquel que tenía que despertar cada mañana para tomarnos el colectivo. Ese colectivo donde depositamos los cimientos de este sueño, ahora hecho realidad. Él continúa en el mismo canal en el que comenzó como becario. Y, aunque nuestros caminos tomaron senderos diferentes pero paralelos, coincidimos en la meta en homenaje a los cuatro amigos del colegio San Ignacio de Wilde, a la generación de periodistas del CDP 2008 y en honor a todas las personas que, hasta el día de hoy, siguen subiendo cada mañana por esas escaleras de mármol soñando con cubrir unos Juegos Olímpicos.