Parque Rivadavia: del rock barrial a la cuna del trap

La cita era para el sábado a las 15 horas. Corrían tiempos en que palabras como portabilidad no eran de uso diario, por lo que […]

La cita era para el sábado a las 15 horas. Corrían tiempos en que palabras como portabilidad no eran de uso diario, por lo que los compromisos se asumían con 48 o 72 horas de anticipación y no había forma de cancelarlos; pero este no era el caso, ambos querían verse y lo sellaron a través del teléfono fijo que estaba en el comedor, al lado del tubo de rayo catódicos de 21 pulgadas. El punto de encuentro sería la plazoleta de Ramos Mejía, un lugar fácil de ubicar y reconocer, hasta para los adolescentes a los que el mundo se les empieza a abrir o iluminar como en un juego de estrategia.

Una vez colgado el tubo, el desafío era planear dónde ir ese día. Escarbando en su memoria, recordó haber escuchado nombrar más de una vez al Parque Rivadavia. Tenía poca información al respecto, pero sabía que quedaba en Caballito lo que le dio un poco de confianza, ya que Primera Junta o la estación del Sarmiento estaban dentro de la pequeña base de conocimiento de un pibe del conurbano, al que cruzar la General Paz le significaba un evento. Por medio de su hermano mayor, sabía que en ese parque hubo recitales de las bandas que le gustaban y también escuchó que había una feria con libros y otras piezas de colección. “En el ’96 se hizo un festival en memoria a Walter Bulacio, tocó La Renga, 2 minutos, Los Piojos, los Caballeros de la Quema, Todos Tus Muertos y unas cuantas bandas más, pero se pudrió todo en un momento y hasta hubo un muerto”, le contó su hermano refiriéndose al festival que organizó la Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI) para recordar al joven de 17 años que murió en manos de la Policía Federal cuando iba a un recital de Los Redonditos de Ricota el 19 de abril de 1991, y que se vio empañado por enfrentamientos entre ‘tribus urbanas’. “Está buena la plaza, los recitales ya no se hacen más pero está muy bueno para ir a pasear, con un colectivo de acá estás a unas cuadras”, lo tranquilizó su hermano para que no renuncie a la idea de ir.

Ya estaba decidido, cuando se encontraran en Ramos le iba a preguntar si lo acompañaba al Parque, ya que quería ver si encontraba unos muñecos de los Simpson para una colección que fantaseaba tener. Ella aceptó con gusto y al llegar ingresaron por Avenida Rivadavia; inevitablemente lo primero que hicieron fue caminar por los puestos de libros. Historietas, libros antiguos, usados, amarillos, que despertaban curiosidad de solo verlos. Discos, videos, casetes y algunos muñecos de colección formaban parte del recorrido, y a pesar que el Homero que quería no estaba, a esa altura poco importaba ya. Entre la discografía inédita —pirata para algunos, rarezas para otros— encontró lo que validaba la versión de su hermano: “Homenaje a Bulacio Pqe. Riv. 96”. Era la caja de un VHS con una etiqueta escrita a mano que parecía más un adorno del puestero que un producto a la venta. “Tenía 3 DVD, pibe, pero ya volaron, calculo que para la semana que viene me harán más copias, tengo pedido ese y unos recitales inéditos de Los Redondos, si querés pasate que seguro algo habrá”, le dijo el puestero sin que él emita palabra, aunque su mirada fija al casete delató su interés.

La caminata continuó por los caminos que guían a una vuelta completa al Parque, unas mesas con un tablero de ajedrez impreso llamaron su atención por ser algo que en las plazas que frecuentaba no había. Pasaron un monumento imponente dedicado a Simón Bolívar y una especie de anfiteatro, donde había gente bailando rock con un bafle y un maestro de ceremonia que invitaba a sumarse a cualquier transeúnte. La vuelta finalizó en un típico banco de plaza con el maridaje de un bombón helado y una charla eterna de vaya a saber qué; lo único perceptible era que los nervios no le permitían quedarse callado.

El tiempo pasó y él va en su auto escuchando con cierta nostalgia las mismas bandas que tocaron en ese recital del ’96, su hijo desde el asiento trasero pone cara de fastidio y se distrae con el teléfono celular. “¿Pa, puedo ir al Quinto el sábado?, solicitó permiso el niño. “Recién vi que este sábado se hace”, continuó. “¿El quinto, qué es eso?”, buscó entender a lo que se refería su hijo. “El Quinto Escalón, pa. Es una competencia de freestyle gigante, por lo que están diciendo en las redes es de las últimas que hacen ya, por eso quiero ir. No pasa nada, puedo ir con los chicos, con un colectivo de acá estamos a unas cuadras”, afirmó el niño con tono tranquilizador. Esa justificación con tintes a deja vu no pasó por alto para él. “¿Así que un colectivo los deja, dónde es?”, preguntó presumiendo –o deseando- la respuesta. “En el Parque Rivadavia, en Caballito”, informó el niño que vio por el retrovisor como se dibujaba una leve sonrisa en la cara de su padre. “Hagamos esto, yo te dejo ir pero con la condición de que yo también voy, no voy a estar encima de ustedes, pero quiero aprovechar para ver cómo es toda la movida esa y de paso recorrer el Parque que hace mucho que no voy, ¿qué decís?”, dijo con más entusiasmo en sus ojos que el propio hijo. “¿O sea que vamos en el auto?, ¡Buenísimo pa le aviso a los chicos!”, cerró el niño con la alegría de obtener el permiso y la garantía del traslado ida y vuelta.

En esa tarde que se convirtió en noche, el creador del evento, Alejo –que luego sería conocido en la escena urbana como YSY A-, presentó a nombres como Duki, Wos, Trueno, Klan, Replik, Ecko y tantos otros adolescentes, que con unos pocos años de vida empezaron a gestar lo que después fue una revolución en la cultura argentina; y él, en su rol de espectador/padre disfrutaba de esa atmósfera rebelde, contestataria, idealista y mancomunada; la misma que de púber leyó en la revista “Soy Rock” o en el suplemento “Sí” y luego corroboró en los recitales que asistió, la misma que pone play en el auto cuando va solo y se regala esos momentos de sana insurgencia, una dosis de juventud que el rock de hoy no le da.

Joven, esa es la palabra. Jóvenes eran los que en 1943 intercambiaban monedas o estampillas en la primera feria de numismática y filatelia de Buenos Aires, como también eran jóvenes los que gritaron que Walter no se murió y jóvenes son los que hoy le trajeron una bocanada de vida a la música local. Quizás por tradición, quizás por su ubicación estratégica en la Ciudad o alguna energía cósmica generada por la vasta bibliografía que atesoran los puestos, el perímetro delimitado por Rivadavia, Doblas, Chaco, Rosario y Beauchef, fue y sigue siendo ese punto neurálgico para la expresión cultural y el intercambio de ideas.

Esa noche llegaron a su casa y al otro día actualizó la música de su auto.

César Emiliano Gaetán