Hace algún tiempo visitar un museo era como un ritual religioso. Caminar lento, no hablar fuerte, mantener las manos en la espalda y contemplar una obra a una distancia prudente. Entre la obra y el espectador existía un abismo físico e intelectual, custodiado por el frío cartel de “Prohibido Tocar”. Hoy ese modelo se está quedando atrás. El silencio fue reemplazado por bandas sonoras envolventes, las vitrinas por proyecciones de 360 grados y la contemplación pasiva por la urgencia de sacar el celular y grabarse siendo “parte” de la obra.
Estamos ante la consolidación definitiva de la Era de la inmersión. Los usuarios ya no quieren solo ver arte, quieren vivirlo. Y en este cambio, los museos y las productoras de espectáculos se enfrentan a una pregunta existencial: ¿estamos democratizando la cultura o la estamos convirtiendo en un parque de diversiones?
Para entender por qué en Buenos Aires, y en todo el mundo, se llenó de exposiciones donde los cuadros de Van Gogh, Frida Kahlo o Monet se “desarman” en pixeles gigantes sobre las paredes, hay que mirar un poco más allá.
Ya a finales de los años 90, los autores B Joseph Pine y James H Gilmore acuñaron el término “la economía de la experiencia” (The Experience Economy, 1999). Ellos defendían que la nueva forma de generar valor no estaba en el producto ni en los servicios, sino en las experiencias memorables. Veinticinco años después esa teoría es la ley que reina en la actual cultura pop.
El público joven, los nativos digitales, valoran el momento por encima del objeto en sí. Ver La Noche Estrellada en el MoMA de Nueva York es increíble, no hay duda, pero estar dentro, con la obra moviéndose bajo los pies y la música brindando emoción, es un contenido “instagramable”. Y aquí está la clave del fenómeno: la validación social. El museo tradicional validaba a la obra, al artista. El museo inmersivo valida al visitante. Si no hay foto, no sucedió.
Lo que empezó tímidamente con audioguías y alguna que otra pantalla táctil, hoy es un despliegue de video mapping, realidad virtual y realidad aumentada. Aquí en Argentina,
espacios como el Palacio Libertad (ex Centro Cultural Kirchner), el Palacio Barolo o los pabellones de La Rural han albergado experiencias como Imagine Van Gogh, Blow Up Experience o Monet by Hespería. En estos espacios los visitantes no observan: tocan, saltan, se sumergen en peloteros gigantes o caminan por habitaciones que buscan desafiar la gravedad. El cuerpo del espectador es el nuevo lienzo. Es donde termina de suceder la acción, la obra. No se trata de entender la técnica del autor, sino de sentirlo.
Sin embargo, estas experiencias tienen sus opositores. Curadores y artistas advierten sobre un riesgo: la banalización del contenido. ¿Se está apreciando una obra de Klimt o es simplemente un fondo de pantalla carísimo?. Elena Oliveras, miembro de la Asociación Argentina e Internacional de Críticos de Arte ha sostenido que: “en las experiencias inmersivas no se ven obras creadas por artistas, sino productos comerciales producidos por empresarios”.
Estas experiencias no suelen ser baratas, los equipamientos, alquileres y derechos de reproducción demandan un alto costo que se traduce en entradas más caras que la de los museos públicos. Estos eventos amplian audiencias sí, pero también generan una elitización del consumo cultural disfrazado de masividad.
Frente al avance del sector privado con sus “shows” de arte, los museos públicos y tradicionales de Argentina han tenido que reaccionar. El Museo Nacional de Bellas Artes o el Moderno no se han convertido en discotecas visuales, pero entendieron que hay que cambiar la narrativa. Ahora se busca contar la historia detrás de la obra mediante activaciones digitales, códigos QR que despliegan a los artistas hablando en realidad aumentada o recorridos con narrativa emocional. El desafío de los museos públicos es incorporar la tecnología para educar y no solo para entretener.
Mirando hacia el futuro suman una nueva capa: la inteligencia artificial generativa aplicada en tiempo real, donde las obras se modificarían de acuerdo al estado de ánimo o las expresiones faciales de los visitantes, captadas por cámaras. La obra más viva que nunca.
Lo cierto es que no estamos ante una simple moda. La sociedad cambió: se vive saturado de pantallas pequeñas y estímulos constantes. La única forma de capturar la atención es rodear al individuo, secuestrar sus sentidos por una hora y prometerle que en ese lapso de tiempo no es un simple observador, sino el protagonista.
Los museos aún no han muerto definitivamente, sin embargo deben plantearse si tienen que sostenerse siendo un espacio de contemplación o convertirse en un parque sensorial. De todas formas, la respuesta está en los visitantes y en lo que ellos decidan convertirlo.
Alexis Mercado
