Son varios los casos de los deportistas de alto rendimiento que, por sus historias de vida, los logros e incluso las amarguras en sus carreras profesionales tienen biopics en distintas plataformas de streaming. Pero también son muchos a los que, por una u otra razón, las luces no quieren apuntarlos. Perfiles bajos -probablemente por la humildad que los caracteriza-, o simplemente que los micrófonos prefieren apuntar hacia otro lado, por los tiempos que corren cual pelota de fútbol.
Daniel Castellani es un ícono del deporte argentino. Uno de los mejores rematadores en el vóley nacional y luego, al sacarse el traje de jugador para calzarse el de entrenador, siguió agrandando su legado. Aquel 21 de marzo de 1961 llegó al mundo, no un extraterrestre, sino un humano con un gran corazón. De chico se alineó al deseo generalizado en el país, ser futbolista. Jugaba en los potreros, pero rápidamente se mudó de disciplina. Con su alta estatura para la edad que tenía, empezó a picar la pelota e intentar encestarla en el aro en Boca Juniors, club que le quedaba cerca de donde vivía. El básquet tampoco le terminó de convencer, y ahí encontró su cable a tierra.
El nacimiento de un jugador top
Típico de las vacaciones familiares, los dos deportes que se practican en la playa son el fútbol y el vóley. Y con el correr de los años, los roles terminaron invirtiéndose ya que al comienzo él les pedía a sus hermanos voleibolistas meterse en la cancha. Claro, porque el pequeño Daniel hacía ganar los partidos veraniegos. En el Xeneize empezó a destacarse como atacante externo, lo que derivó en que Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires posara los ojos sobre él. Equipo donde jugaría toda su carrera profesional, durante 13 años. Sin embargo, ya desde antes mostró su potencial a nivel nacional.
Con apenas 17 años, Castellani ya integraba la Selección Argentina, y en 1979, disputó el Campeonato Mundial Juvenil. Prontamente dio el salto a la mayor, donde sería capitán casi toda la década del 80, período donde el vóley tuvo un boom en el país. Los que vivieron esos años, oscuros para la República Argentina, no les hace falta ser demasiado memoriosos para recordar la estrofa «se va a acabar, se va a acabar la dictadura militar» coreándose en todo el Luna Park mientras se jugaba en Buenos Aires el Mundial de 1982. Y para sumar, el tercer puesto en la cita mundialista significó despojar la idea de que pasar la pelota sobre la red era no más que un divertimento familiar.
Aquel seleccionado comandado por él, pero acompañado de figuras como Hugo Conte, Esteban Martínez, Jon Uriarte, Raúl Quiroga y un joven Julio Velasco como ayudante de campo del entrenador Luis Muchaga, siguió poniendo a la bandera argentina en lo más alto del mundo. Primero en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984, cuando se ubicaron en la sexta posición, y al JJ.OO siguiente, la primera medalla en el vóley argentino: el bronce en Seúl 1988 fue, prácticamente, tocar el cielo con las manos.
El legado como entrenador
Lo que ya era una notable trayectoria como deportista de alto rendimiento, en pocos años la transformó en el sueño promedio de los chicos y chicas cuando comienzan a golpear el balón con las palmas de sus manos. En 1993, recién retirado como jugador, tomó las riendas del seleccionado nacional. Muchos de sus dirigidos eran, hasta hace no mucho, sus compañeros. Pero eso no le importó, no tardó en adaptarse, y a los dos años llevó a su equipo al oro en los Juegos Panamericanos. Luego, clasificó a Atlanta 1996 y más tarde disputó el Mundial de 1998 (en ambas competencias obtuvo un sólido octavo puesto).
Entrado el siglo XX, los trofeos aparecerían de a montones. Dos veces campeón de la Liga Argentina con Bolívar (2003 y 2004), cinco títulos nacionales en Polonia con el SKRA Belchatow y el oro en el Campeonato Europeo, con el seleccionado polaco, en 2009. Y después de sus etapas en Turquía, Italia, Brasil y Grecia, la Federación del Voleibol Argentino lo llamó para ser el entrenador de Las Panteras, la selección femenina, en lo que sería su primera experiencia con mujeres en el deporte.
Sin embargo, un golpe imprevisto sacudió a Castellani. Uno desleal, de esos que no lo ves venir porque impacta de lleno en la espalda. A comienzos de 2023, el diagnóstico de un cáncer lo obligó a parar la pelota. Tras cuatro meses de quimioterapia, apoyo y contención de sus afectos, como el de su esposa Silvina, le sacó ventaja a la maldita enfermedad y en mayo volvió a dirigir. «Me mantiene vivo», había confesado al volver a las canchas. Nada más comparable a aquella popular frase de Julio César Falcioni a Diego Armando Maradona (otros dos que la pelearon y pelean todos los días), en tiempos de pandemia: «El fútbol nos da vida». Se puede coincidir, entonces, que el deporte en sí lo da.
Dante Di Rocco, 2° B, turno mañana